martes, 15 de noviembre de 2011

Cuento VII

Lo que sucedió a una mujer que se llamaba doña Truhana


Otra vez estaba hablando el Conde Lucanor con Patronio de esta manera:
-Patronio, un hombre me ha propuesto una cosa y también me ha dicho la forma de conseguirla. Os aseguro que tiene tantas ventajas que, si con la ayuda de Dios pudiera salir bien, me sería de gran utilidad y provecho, pues los beneficios se ligan unos con otros, de tal forma que al final serán muy grandes.
Y entonces le contó a Patronio cuanto él sabía. Al oírlo Patronio, contestó al conde:
-Señor Conde Lucanor, siempre oí decir que el prudente se atiene a las realidades y desdeña las fantasías, pues muchas veces a quienes viven de ellas les suele ocurrir lo que a doña Truhana.
El conde le preguntó lo que le había pasado a esta.
-Señor conde -dijo Patronio-, había una mujer que se llamaba doña Truhana, que era más pobre que rica, la cual, yendo un día al mercado, llevaba una olla de miel en la cabeza. Mientras iba por el camino, empezó a pensar que vendería la miel y que, con lo que le diesen, compraría una partida de huevos, de los cuales nacerían gallinas, y que luego, con el dinero que le diesen por las gallinas, compraría ovejas, y así fue comprando y vendiendo, siempre con ganancias, hasta que se vio más rica que ninguna de sus vecinas.
»Luego pensó que, siendo tan rica, podría casar bien a sus hijos e hijas, y que iría acompañada por la calle de yernos y nueras y, pensó también que todos comentarían su buena suerte pues había llegado a tener tantos bienes aunque había nacido muy pobre.
»Así, pensando en esto, comenzó a reír con mucha alegría por su buena suerte y, riendo, riendo, se dio una palmada en la frente, la olla cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Doña Truhana, cuando vio la olla rota y la miel esparcida por el suelo, empezó a llorar y a lamentarse muy amargamente   -51-   porque había perdido todas las riquezas que esperaba obtener de la olla si no se hubiera roto. Así, porque puso toda su confianza en fantasías, no pudo hacer nada de lo que esperaba y deseaba tanto.
»Vos, señor conde, si queréis que lo que os dicen y lo que pensáis sean realidad algún día, procurad siempre que se trate de cosas razonables y no fantasías o imaginaciones dudosas y vanas. Y cuando quisiereis iniciar algún negocio, no arriesguéis algo muy vuestro, cuya pérdida os pueda ocasionar dolor, por conseguir un provecho basado tan sólo en la imaginación.
Al conde le agradó mucho esto que le contó Patronio, actuó de acuerdo con la historia y, así, le fue muy bien.
Y como a don Juan le gustó este cuento, lo hizo escribir en este libro y compuso estos versos:

Cuento X


Lo que ocurrió a un hombre que por pobreza y falta de otro alimento comía altramuces


Otro día hablaba el Conde Lucanor con Patronio de este modo:
-Patronio, bien sé que Dios me ha dado tantos bienes y mercedes que yo no puedo agradecérselos como debiera, y sé también que mis propiedades son ricas y extensas; pero a veces me siento tan acosado por la pobreza que me da igual la muerte que la vida. Os pido que me deis algún consejo para evitar esta congoja.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que encontréis consuelo cuando eso os ocurra, os convendría saber lo que les ocurrió a dos hombres que fueron muy ricos.
El conde le pidió que le contase lo que les había sucedido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, uno de estos hombres llegó a tal extremo de pobreza que no tenía absolutamente nada que comer. Después de mucho esforzarse para encontrar algo con que alimentarse, no halló sino una escudilla llena de altramuces. Al acordarse de cuán rico había sido y verse ahora hambriento, con una escudilla de altramuces como única comida, pues sabéis que son tan amargos y tienen tan mal sabor, se puso a llorar amargamente; pero, como tenía mucha hambre, empezó a comérselos y, mientras los comía, seguía llorando y las pieles las echaba tras de sí. Estando él con este pesar y con esta pena, notó que a sus espaldas caminaba otro hombre y, al volver la cabeza, vio que el hombre que le seguía estaba comiendo las pieles de los altramuces que él había tirado al suelo. Se trataba del otro hombre de quien os dije que también había sido rico.
»Cuando aquello vio el que comía los altramuces, preguntó al otro por qué se comía las pieles que él tiraba. El segundo le contestó que había sido más rico que él, pero ahora era tanta su pobreza y tenía tanta hambre que se alegraba mucho si encontraba, al menos, pieles de altramuces con que alimentarse. Al oír esto, el que comía los altramuces se tuvo por consolado,   -58-   pues comprendió que había otros más pobres que él, teniendo menos motivos para desesperarse. Con este consuelo, luchó por salir de su pobreza y, ayudado por Dios, salió de ella y otra vez volvió a ser rico.
»Y vos, señor Conde Lucanor, debéis saber que, aunque Dios ha hecho el mundo según su voluntad y ha querido que todo esté bien, no ha permitido que nadie lo posea todo. Mas, pues en tantas cosas Dios os ha sido propicio y os ha dado bienes y honra, si alguna vez os falta dinero o estáis en apuros, no os pongáis triste ni os desaniméis, sino pensad que otros más ricos y de mayor dignidad que vos estarán tan apurados que se sentirían felices si pudiesen ayudar a sus vasallos, aunque fuera menos de lo que vos lo hacéis con los vuestros.
Al conde le agradó mucho lo que dijo Patronio, se consoló y, con su esfuerzo y con la ayuda de Dios, salió de aquella penuria en la que se encontraba.
Y viendo don Juan que el cuento era muy bueno, lo mandó poner en este libro e hizo los versos que dicen así:

Cuento XXI

Lo que sucedió a un rey joven con un filósofo a quien su padre lo había encomendado


Otra vez, hablando el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo:
-Patronio, yo tenía un pariente a quien quería mucho, y a su muerte dejó un hijo muy pequeño, que se ha criado conmigo. Por la gratitud y el cariño que siempre tuve a su padre, y también porque espero que él me ayude cuando su edad se lo permita, sabe Dios que lo quiero como a un hijo. Aunque este muchacho es muy inteligente y con el tiempo será de la nobleza, me gustaría mucho que su juventud no lo llevase por malos caminos, pues la inexperiencia de los jóvenes los engaña y no les deja ver lo más conveniente. Por vuestro buen entendimiento, os ruego que me digáis la manera de conseguir que este mancebo haga siempre lo más conveniente para su cuerpo y para su hacienda, porque no querría que fuera víctima de su propia juventud.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que podáis hacer por este mancebo lo que creo mejor para él, me gustaría que supierais lo que le pasó a un gran filósofo con un rey joven, al que había educado.
El conde le preguntó lo que había sucedido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, había un rey que tenía un hijo y lo encomendó a un filósofo de toda su confianza, para que se educara junto a él. Cuando el rey murió, el infante era todavía muy pequeño y siguió siendo educado por el filósofo hasta cumplir los quince años. Pero, al entrar en la juventud, aquel muchacho comenzó a despreciar las enseñanzas del sabio y a seguir las de otros consejeros que, como no querían a sus pupilos ni tampoco tenían obligaciones con ellos, no se preocupaban por alejarlos del mal. Siguiendo el joven rey ese camino, en muy poco tiempo pudo verse cómo su salud y su hacienda estaban arruinándose. Todo el mundo lo criticaba por perder su salud y malgastar su hacienda. Como la situación era cada vez peor, el sabio que lo había educado sintió gran dolor y pesar, pues no sabía ya qué hacer después de haber intentado muchas veces corregirlo   -88-   con ruegos y súplicas, e incluso con dureza, sin conseguir que cambiase de vida ya que su juventud le impedía ser más consciente. Comprendiendo el filósofo que sólo le quedaba un remedio para corregirlo, pensó actuar como oiréis.
»Empezó el filósofo a decir de vez en cuando en la corte que él podía leer el futuro en el vuelo y canto de las aves, sin que nadie en el mundo lo aventajara. Tantos y tantos nobles se lo escucharon que el hecho llegó a oídos del joven rey, el cual, cuando lo supo, preguntó al sabio si era cierto que interpretaba el canto de las aves tan bien como se decía en palacio. Aunque el filósofo quiso negarlo en principio, al fin reconoció ser verdad, pero le aconsejó que nadie lo supiese. Como los jóvenes siempre están impacientes por saber y por hacer las cosas, el rey, que era joven, estaba ansioso por ver cómo interpretaba los agüeros aquel filósofo; por eso, cuanto el sabio más lo dilataba, tanto más le insistía el rey, que consiguió salir un día muy de mañana con el filósofo para escuchar las aves sin que nadie lo supiera.
»Aquel día madrugaron mucho. El filósofo se encaminó con el rey por un valle donde había numerosas aldeas yermas y abandonadas y, después de pasar por muchas, vieron una corneja que graznaba desde un árbol. El rey se la mostró al filósofo, que hizo como si la entendiese.
»Otra corneja comenzó también a graznar en otro árbol y ambas estuvieron graznando, unas veces la de la derecha y otras la de la izquierda. Después de escucharlas un rato, el sabio filósofo comenzó a llorar amargamente, a romper sus vestiduras y a dar grandes muestras de dolor. Cuando el rey mozo así lo vio, quedó muy asustado y preguntó al filósofo por qué lo hacía. El sabio, sin embargo, quiso ocultarle los motivos, pero tanto le insistió el joven rey que el filósofo le respondió que más quisiera estar muerto que vivo, porque no sólo los hombres sino también las aves sabían ya que, por su falta de prudencia, perdería tierra y hacienda y todos harían escarnio de su nombre. El rey joven le pidió que se lo explicara. Le contestó el sabio que aquellas dos cornejas habían acordado casar a sus hijos y la que había hablado primero le dijo a la segunda que, como el matrimonio estaba concertado desde hacía mucho tiempo, había llegado el momento de celebrarlo. La otra corneja le contestó que era verdad que lo habían acordado, mas ahora, gracias a Dios, ella era más rica que la otra, pues desde que reinaba aquel joven rey estaban abandonadas todas las   -89-   aldeas del valle, por lo cual ella encontraba muchas culebras, lagartos, sapos y otros animales que se crían en lugares abandonados, y con todos ellos tenía más y mejor comida, por lo que ya no era este casamiento entre iguales. La otra corneja, al escuchar a su comadre, empezó a reír y le dijo que hablaba sin buen juicio si por ese motivo quería posponer el casamiento, pues, si Dios dejaba vivir más a ese rey, ella sería mucho más rica porque el valle donde vivía, que tenía diez veces más aldeas, quedaría abandonado, por lo cual no había motivo para aplazar el casamiento. Y así acordaron celebrar en seguida las bodas.
»Cuando esto oyó el rey joven, se disgustó mucho y empezó a pensar cómo había llegado su reino a tal estado. Viendo el filósofo la tristeza y la preocupación del rey y que verdaderamente quería enmendarse, le dio muy sabios consejos, de manera que en muy poco tiempo el rey cambió de vida mejorando así su reino y su propia salud.
»Vos, señor conde, pues habéis criado a ese mancebo y queréis llevarlo por el buen camino, buscad el modo de que con buenas palabras y con buenos ejemplos entienda cómo debe ocuparse de sus asuntos; pero nunca lo intentéis con insultos o castigos, pensado que así podréis corregirlo, porque es tal la condición de los jóvenes que en seguida aborrecen a quien los atosiga con recomendaciones, sobre todo si es persona de alcurnia, pues lo toman como una ofensa sin darse cuenta de su error, pues no hay mejor amigo que quien amonesta a los jóvenes para que no busquen su propio daño, aunque ellos no lo entienden así y se dan por ofendidos. Si os portáis duramente con él, nacerá entre los dos tanta antipatía que sólo os reportará perjuicios en adelante.
Al conde le agradó mucho este consejo de Patronio, obró según él y le fue muy bien.
Y como a don Juan le gustó mucho este cuento, lo mandó poner en este libro e hizo los versos que dicen así:


Cuento XXIII

Lo que hacen las hormigas para mantenerse


Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:
-Patronio, como todos saben y gracias a Dios, soy bastante rico. Algunos me aconsejan que, como puedo hacerlo, me olvide de preocupaciones y me dedique a descansar y a disfrutar de la buena mesa y del buen vino, pues tengo con qué mantenerme y aun puedo dejar muy ricos a mis herederos. Por vuestro buen juicio os ruego que me aconsejéis lo que debo hacer en este caso.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, aunque el descanso y los placeres son buenos, para que hagáis en esto lo más provechoso, me gustaría mucho que supierais lo que hacen las hormigas para mantenerse.
El conde le pidió que se lo contara y Patronio le dijo:
-Señor Conde Lucanor, ya sabéis qué diminutas son las hormigas y, aunque por su tamaño no cabría pensarlas muy inteligentes, veréis cómo cada año, en tiempo de siega y trilla, salen ellas de sus hormigueros y van a las eras, donde se aprovisionan de grano, que guardan luego en sus hormigueros. Cuando llegan las primeras lluvias, las hormigas sacan el trigo fuera, diciendo las gentes que lo hacen para que el grano se seque, sin darse cuenta de que están en un error al decir eso, pues bien sabéis vos que, cuando las hormigas sacan el grano por primera vez del hormiguero, es porque llegan las lluvias y comienza el invierno. Si ellas tuviesen que poner a secar el grano cada vez que llueve, trabajo tendrían, además de que no podrían esperar que el sol lo secara, ya que en invierno queda oculto tras las nubes y no calienta nada.
»Sin embargo, el verdadero motivo de que pongan a secar el grano la primera vez que llueve es este: las hormigas almacenan en sus graneros cuanto pueden sólo una vez, y sólo les preocupa que estén bien repletos.
Cuando han metido el grano en sus almacenes, se juzgan a salvo, pues piensan vivir durante todo el invierno con esas provisiones. Pero al llegar   -95-   la lluvia, como el grano se moja, empieza a germinar; las hormigas, viendo que, si crece dentro del hormiguero, el grano no les servirá de alimento sino que les causará graves daños e incluso la muerte, lo sacan fuera y comen el corazón de cada granito, que es de donde salen las hojas, dejando sólo la parte de fuera, que les servirá de alimento todo el año, pues por mucho que llueva ya no puede germinar ni taponar con sus raíces y tallos las salidas del hormiguero.
»También veréis que, aunque tengan bastantes provisiones, siempre que hace buen tiempo salen al campo para recoger las pequeñas hierbecitas que encuentran, por si sus reservas no les permitieran pasar todo el invierno. Como veis, no quieren estar ociosas ni malgastar el tiempo de vida que Dios les concede, pues se pueden aprovechar de él.
»Vos, señor conde, si la hormiga, siendo tan pequeña, da tales muestras de inteligencia y tiene tal sentido de la previsión, debéis pensar que no existe motivo para que ninguna persona -y sobre todo las que tienen responsabilidades de gobierno y han de velar por sus grandes señoríos- quiera vivir siempre de lo que ganó, pues por muchos que sean los bienes no durarán demasiado tiempo si cada día los gasta y nunca los repone. Además, eso parece que se haga por falta de valor y de energía para seguir en la lucha. Por tanto, debo aconsejar que, si queréis descansar y llevar una vida tranquila, lo hagáis teniendo presente vuestra propia dignidad y honra, y velando para que nada necesario os falte, ya que, si deseáis ser generoso y tenéis mucho que dar, no os faltarán ocasiones en que gastar para mayor honra vuestra.
Al conde le agradó mucho este consejo que Patronio le dio, obró según él y le fue muy provechoso.
Y como a don Juan le gustó el cuento, lo mandó poner en este libro e hizo unos versos que dicen así:

Cuento XXXV

Lo que sucedió a un mancebo que casó con una muchacha muy rebelde


Ilustración del Cuento XXXV
 
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Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le decía:
-Patronio, un pariente mío me ha contado que lo quieren casar con una mujer muy rica y más ilustre que él, por lo que esta boda le sería muy provechosa si no fuera porque, según le han dicho algunos amigos, se trata de una doncella muy violenta y colérica. Por eso os ruego que me digáis si le debo aconsejar que se case con ella, sabiendo cómo es, o si le debo aconsejar que no lo haga.
-Señor conde -dijo Patronio-, si vuestro pariente tiene el carácter de un joven cuyo padre era un honrado moro, aconsejadle que se case con ella; pero si no es así, no se lo aconsejéis.
El conde le rogó que le contase lo sucedido.
Patronio le dijo que en una ciudad vivían un padre y su hijo, que era excelente persona, pero no tan rico que pudiese realizar cuantos proyectos tenía para salir adelante. Por eso el mancebo estaba siempre muy preocupado, pues siendo tan emprendedor no tenía medios ni dinero.
En aquella misma ciudad vivía otro hombre mucho más distinguido y más rico que el primero, que sólo tenía una hija, de carácter muy distinto al del mancebo, pues cuanto en él había de bueno, lo tenía ella de malo, por lo cual nadie en el mundo querría casarse con aquel diablo de mujer.
Aquel mancebo tan bueno fue un día a su padre y le dijo que, pues no era tan rico que pudiera darle cuanto necesitaba para vivir, se vería en la necesidad de pasar miseria y pobreza o irse de allí, por lo cual, si él daba su consentimiento, le parecía más juicioso buscar un matrimonio conveniente, con el que pudiera encontrar un medio de llevar a cabo sus proyectos. El padre le contestó que le gustaría mucho poder encontrarle un matrimonio ventajoso.
Dijo el mancebo a su padre que, si él quería, podía intentar que aquel hombre bueno, cuya hija era tan mala, se la diese por esposa. El padre, al oír   -138-   decir esto a su hijo, se asombró mucho y le preguntó cómo había pensado aquello, pues no había nadie en el mundo que la conociese que, aunque fuera muy pobre, quisiera casarse con ella. El hijo le contestó que hiciese el favor de concertarle aquel matrimonio. Tanto le insistió que, aunque al padre le pareció algo muy extraño, le dijo que lo haría.
Marchó luego a casa de aquel buen hombre, del que era muy amigo, y le contó cuanto había hablado con su hijo, diciéndole que, como el mancebo estaba dispuesto a casarse con su hija, consintiera en su matrimonio. Cuando el buen hombre oyó hablar así a su amigo, le contestó:
-Por Dios, amigo, si yo autorizara esa boda sería vuestro peor amigo, pues tratándose de vuestro hijo, que es muy bueno, yo pensaría que le hacía grave daño al consentir su perjuicio o su muerte, porque estoy seguro de que, si se casa con mi hija, morirá, o su vida con ella será peor que la misma muerte. Mas no penséis que os digo esto por no aceptar vuestra petición, pues, si la queréis como esposa de vuestro hijo, a mí mucho me contentará entregarla a él o a cualquiera que se la lleve de esta casa.
Su amigo le respondió que le agradecía mucho su advertencia, pero, como su hijo insistía en casarse con ella, le volvía a pedir su consentimiento.
Celebrada la boda, llevaron a la novia a casa de su marido y, como eran moros, siguiendo sus costumbres les prepararon la cena, les pusieron la mesa y los dejaron solos hasta la mañana siguiente. Pero los padres y parientes del novio y de la novia estaban con mucho miedo, pues pensaban que al día siguiente encontrarían al joven muerto o muy mal herido.
Al quedarse los novios solos en su casa, se sentaron a la mesa y, antes de que ella pudiese decir nada, miró el novio a una y otra parte y, al ver a un perro, le dijo ya bastante airado:
-¡Perro, danos agua para las manos!
El perro no lo hizo. El mancebo comenzó a enfadarse y le ordenó con más ira que les trajese agua para las manos. Pero el perro seguía sin obedecerle. Viendo que el perro no lo hacía, el joven se levantó muy enfadado de la mesa y, cogiendo la espada, se lanzó contra el perro, que, al verlo venir así, emprendió una veloz huida, perseguido por el mancebo, saltando ambos por entre la ropa, la mesa y el fuego; tanto lo persiguió que, al fin, el mancebo le dio alcance, lo sujetó y le cortó la cabeza, las patas y las manos, haciéndolo pedazos y ensangrentando toda la casa, la mesa y la ropa.
Después, muy enojado y lleno de sangre, volvió a sentarse a la mesa y   -139-   miró en derredor. Vio un gato, al que mandó que trajese agua para las manos; como el gato no lo hacía, le gritó:
-¡Cómo, falso traidor! ¿No has visto lo que he hecho con el perro por no obedecerme? Juro por Dios que, si tardas en hacer lo que mando, tendrás la misma muerte que el perro.
El gato siguió sin moverse, pues tampoco es costumbre suya llevar el agua para las manos. Como no lo hacía, se levantó el mancebo, lo cogió por las patas y lo estrelló contra una pared, haciendo de él más de cien pedazos y demostrando con él mayor ensañamiento que con el perro.
Así, indignado, colérico y haciendo gestos de ira, volvió a la mesa y miró a todas partes. La mujer, al verle hacer todo esto, pensó que se había vuelto loco y no decía nada.
Después de mirar por todas partes, vio a su caballo, que estaba en la cámara y, aunque era el único que tenía, le mandó muy enfadado que les trajese agua para las manos; pero el caballo no le obedeció. Al ver que no lo hacía, le gritó:
-¡Cómo, don caballo! ¿Pensáis que, porque no tengo otro caballo, os respetaré la vida si no hacéis lo que yo mando? Estáis muy confundido, pues si, para desgracia vuestra, no cumplís mis órdenes, juro ante Dios daros tan mala muerte como a los otros, porque no hay nadie en el mundo que me desobedezca que no corra la misma suerte.
El caballo siguió sin moverse. Cuando el mancebo vio que el caballo no lo obedecía, se acercó a él, le cortó la cabeza con mucha rabia y luego lo hizo pedazos.
Al ver su mujer que mataba al caballo, aunque no tenía otro, y que decía que haría lo mismo con quien no le obedeciese, pensó que no se trataba de una broma y le entró tantísimo miedo que no sabía si estaba viva o muerta.
Él, así, furioso, ensangrentado y colérico, volvió a la mesa, jurando que, si mil caballos, hombres o mujeres hubiera en su casa que no le hicieran caso, los mataría a todos. Se sentó y miró a un lado y a otro, con la espada llena de sangre en el regazo; cuando hubo mirado muy bien, al no ver a ningún ser vivo sino a su mujer, volvió la mirada hacia ella con mucha ira y le dijo con muchísima furia, mostrándole la espada:
-Levantaos y dadme agua para las manos.
La mujer, que no esperaba otra cosa sino que la despedazaría, se levantó a toda prisa y le trajo el agua que pedía. Él le dijo:
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-¡Ah! ¡Cuántas gracias doy a Dios porque habéis hecho lo que os mandé! Pues de lo contrario, y con el disgusto que estos estúpidos me han dado, habría hecho con vos lo mismo que con ellos.
Después le ordenó que le sirviese la comida y ella le obedeció. Cada vez que le mandaba alguna cosa, tan violentamente se lo decía y con tal voz que ella creía que su cabeza rodaría por el suelo.
Así ocurrió entre los dos aquella noche, que nunca hablaba ella sino que se limitaba a obedecer a su marido. Cuando ya habían dormido un rato, le dijo él:
-Con tanta ira como he tenido esta noche, no he podido dormir bien. Procurad que mañana no me despierte nadie y preparadme un buen desayuno.
Cuando aún era muy de mañana, los padres, madres y parientes se acercaron a la puerta y, como no se oía a nadie, pensaron que el novio estaba muerto o gravemente herido. Viendo por entre las puertas a la novia y no al novio, su temor se hizo muy grande.
Ella, al verlos junto a la puerta, se les acercó muy despacio y, llena de temor, comenzó a increparles:
-¡Locos, insensatos! ¿Qué hacéis ahí? ¿Cómo os atrevéis a llegar a esta puerta? ¿No os da miedo hablar? ¡Callaos, si no, todos moriremos, vosotros y yo!
Al oírla decir esto, quedaron muy sorprendidos. Cuando supieron lo ocurrido entre ellos aquella noche, sintieron gran estima por el mancebo porque había sabido imponer su autoridad y hacerse él con el gobierno de su casa. Desde aquel día en adelante, fue su mujer muy obediente y llevaron muy buena vida.
Pasados unos días, quiso su suegro hacer lo mismo que su yerno, para lo cual mató un gallo; pero su mujer le dijo:
-En verdad, don Fulano, que os decidís muy tarde, porque de nada os valdría aunque mataseis cien caballos: antes tendríais que haberlo hecho, que ahora nos conocemos de sobra.
Y concluyó Patronio:
-Vos, señor conde, si vuestro pariente quiere casarse con esa mujer y vuestro familiar tiene el carácter de aquel mancebo, aconsejadle que lo haga, pues sabrá mandar en su casa; pero si no es así y no puede hacer todo lo necesario para imponerse a su futura esposa, debe dejar pasar esa oportunidad.   -141-   También os aconsejo a vos que, cuando hayáis de tratar con los demás hombres, les deis a entender desde el principio cómo han de portarse con vos.
El conde vio que este era un buen consejo, obró según él y le fue muy bien.
Como don Juan comprobó que el cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:

Cuento XXXVI

Lo que sucedió a un mercader que encontró a su mujer y a su hijo durmiendo juntos


Un día hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, muy enfadado por una cosa que le habían contado y por la cual él se sentía muy ofendido; también le dilo a Patronio que tomaría tal venganza de ello que todos lo recordarían para siempre.
Cuando Patronio lo vio tan furioso y tan colérico, le dijo:
-Señor conde, me gustaría mucho que supierais lo que le sucedió a un mercader que fue un día a comprar consejos.
El conde le preguntó qué le había pasado.
-Señor conde -dijo Patronio-, en una villa vivía un hombre muy sabio que no tenía otra ocupación ni otro trabajo sino el de vender consejos. El mercader, cuando se enteró, fue a casa de aquel hombre tan sabio y le pidió que le vendiese uno de sus consejos. El sabio le preguntó de qué precio lo quería, pues según el precio así sería el consejo. El mercader le respondió que lo quería de un maravedí. El sabio cogió la moneda y le dijo al mercader:
»-Amigo, cuando alguien os invite a comer, si no sabéis qué platos vendrán después, hartaos del primero.
»El mercader le dijo que no le había vendido un consejo demasiado bueno, pero el sabio le contestó que tampoco él le había pagado por otro mejor. El mercader, entonces, le pidió que le diese un consejo que valiera una dobla, y se la dio. El sabio le aconsejó que, cuando se sintiera muy ofendido y quisiera hacer algo lleno de ira, no se apurase ni se dejara llevar por la cólera hasta conocer bien toda la verdad.
»El mercader pensó que, comprando tales consejos, podría perder cuantas doblas tenía, por lo que no quiso seguir escuchando al sabio, aunque retuvo el segundo consejo en lo más profundo de su corazón.
»Y sucedió que el mercader partió por mar a lejanas tierras y, al partir, estaba su mujer embarazada. Allí permaneció tanto tiempo, ocupado en sus   -143-   negocios, que el pequeño nació y llegó a la edad de veinte años. La madre, que no tenía más hijos y daba por muerto a su marido, se consolaba con aquel hijo, al que quería mucho como hijo y llamaba «marido» por el amor que tenía a su padre. El joven comía y dormía siempre con ella, como cuando era un niño muy pequeño, y así vivía ella muy honestamente, aunque con mucha pena, pues no le llegaban noticias de su marido.
»El mercader consiguió vender todas sus mercancías y volvió con una gran fortuna. Cuando llegó al puerto de la ciudad donde vivía, no dijo nada a nadie, se dirigió a su casa y se escondió para ver lo que pasaba.
»Hacia el mediodía, volvió a casa el hijo de aquella buena mujer y su madre le preguntó:
»-Dime, marido, ¿de dónde vienes?
»El mercader, que oyó a su mujer llamar marido a aquel mancebo, sintió gran pesar, pues creía que estaba casada con él o, en todo caso, amancebada, porque el hombre era muy joven, y esto le pareció al mercader una horrible ofensa.
»Pensó matarlos, pero, acordándose del consejo que le había costado una dobla, no se dejó llevar por la ira.
»Al atardecer se pusieron a comer. Cuando el mercader los vio así juntos, aún tuvo mayores deseos de matarlos, pero por el consejo que vos sabéis, no se dejó llevar por la cólera.
»Mas, al llegar la noche y verlos acostados en la misma cama, no pudo más, y se dirigió hacia ellos para matarlos. Pero, acordándose de aquel consejo, aunque estaba muy furioso, no hizo nada. Y antes de apagar la candela, empezó la madre a decirle al hijo, entre grandes lloros:
»-¡Ay, marido mío! Me han dicho que hoy ha llegado una nave de las tierras a las que fue vuestro padre. Por el amor de Dios os pido que vayáis al puerto mañana por la mañana muy pronto, y quiera Dios que puedan daros noticias suyas.
»Cuando el mercader oyó decir esto a su esposa, acordándose de que, al partir él, ella estaba encinta, comprendió que aquel joven era su hijo.
»Y no os maravilléis si os digo que el mercader se alegró mucho y dio gracias a Dios por evitar que los matara, como había querido hacer, lo que habría sido una horrible desgracia para él. También os digo que dio por bien gastada la dobla que el consejo le costó, pues siempre lo recordó y nunca actuó precipitadamente.
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»Y vos, señor conde, aunque pensáis que os resulta muy difícil soportar esa injuria, no digáis nada hasta estar seguro de que es verdad, y así os aconsejo que no os dejéis llevar por la ira ni por la precipitación hasta que conozcáis todo el asunto, pues no se trata de algo que pueda perderse por esperar vos un poco, y, sin embargo, os podríais arrepentir muy pronto de vuestra precipitación.
El conde pensó que este era un buen consejo, obró según él, y le fue muy bien.
Y viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos:



Cuento XXXVII

Respuesta que dio el conde Fernán González a los suyos después de la batalla de Hacinas


Una vez volvía el conde de una batalla muy cansado, maltrecho y pobre; antes de que pudiera descansar, le llegó la noticia de que se preparaba otra nueva guerra. Muchos de los suyos le aconsejaron que descansara algún tiempo y que luego podría hacer lo que le pareciera más conveniente. El conde preguntó a Patronio su opinión sobre este asunto. Patronio le dijo:
-Señor, para que podáis hacer lo mejor y más conveniente, me gustaría mucho contaros la respuesta que dio una vez el conde Fernán González a sus vasallos.
El conde preguntó a Patronio qué les había dicho.
-Señor conde -dijo Patronio-, cuando el conde Fernán González venció al rey Almanzor en Hacinas, muchos de sus soldados murieron y muchos supervivientes e incluso él mismo recibieron graves heridas. Antes de que pudiesen curar, supo el conde que el rey de Navarra iba a atacar sus tierras, por lo que ordenó a los suyos aprestarse a luchar contra los navarros. Sus soldados le contestaron que los caballos estaban cansados, que ellos también lo estaban y que, aunque por esto no evitara entrar en combate, debía hacerlo porque él y todos los demás estaban malheridos, por lo que convenía esperar a que todos estuviesen curados.
»Cuando el conde vio que todos querían rehusar la lucha, valorando más la honra que el cansancio, se dirigió a ellos con estas palabras:
»-Amigos, por las heridas no abandonemos la empresa, pues las nuevas heridas, que ahora nos causarán, harán que nos olvidemos de las recibidas en Hacinas, frente al moro Almanzor.
»Al ver los suyos que al conde no le preocupaban ni el cansancio ni sus heridas por defender su honra y su tierra, marcharon junto a él. El conde y sus soldados ganaron esta nueva batalla y salieron muy victoriosos.
»Vos, señor Conde Lucanor, si queréis hacer lo que se debe para defender a los vuestros, vuestras tierras y ensalzar vuestra honra, nunca   -146-   sintáis el dolor, las fatigas o los peligros, sino obrad de forma que los nuevos peligros y dolores os hagan olvidar los pasados.
El conde vio que este ejemplo era bueno, obró según el consejo de Patronio y le fue muy bien.
Y juzgando don Juan que este cuento era muy bueno, lo mandó poner en este libro e hizo los versos que dicen así:




Cuento XLVI

Lo que sucedió a un filósofo que por casualidad entró en una calle donde vivían malas mujeres


Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:
-Patronio, vos sabéis que una de las cosas de este mundo por la que más debemos esforzarnos es por alcanzar buena fama y conservarla intacta. Como sé que en esto y en otras tantas cosas nadie me podrá aconsejar mejor que vos, os ruego que me digáis cómo podré acrecentar y guardar mi fama.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, mucho me agrada lo que decís. Para que podáis hacer en esto lo mejor, me gustaría que supierais cuanto ocurrió a un gran filósofo, que era muy anciano.
El señor conde le preguntó lo que le había ocurrido.
-Señor conde -dijo Patronio-, un gran filósofo, que vivía en una ciudad del reino de Marruecos, padecía una molesta enfermedad, pues sólo podía obrar con dolor, con pena y muy despacio.
»Para librarlo de las molestias que padecía, le habían mandado los médicos que, siempre que lo necesitara, obrase en seguida, sin dejarlo para más tarde, pues pensaban que, cuanto más lo dejase, las heces se pondrían más secas y duras, con el consiguiente daño y perjuicio para su salud. Siguiendo el consejo de sus médicos, obraba como os digo y sentía cierto alivio.
»Sucedió que un día, yendo por una calle de aquella ciudad, en la que tenía muchos discípulos que seguían sus enseñanzas, le vinieron ganas de obrar como os he contado. Para hacer lo que sus médicos le aconsejaban y que tan buenos resultados le daba, se metió en una callejuela para hacer lo excusado.
»Dio la casualidad de que en aquella calleja vivían las mujeres de vida pública, que si hacen daño a su cuerpo también deshonran su alma. Pero el filósofo nada sabía de que aquellas mujeres vivieran allí. Por la clase de enfermedad que padecía, por el tiempo que permaneció en aquel lugar y por el aspecto que ofrecía al salir de la calleja, aunque ignoraba quiénes vivían   -174-   allí, todos pensaron que había ido allí para hacer algo impropio de lo que debe hacerse y de lo que hasta entonces había hecho. Si alguna persona respetable hace alguna cosa que merece censura y crítica, por pequeña que sea, a todos les parece peor y da más que hablar que cuando se trata de alguien que hace públicamente cosas peores; así, a este filósofo comenzaron a criticarlo y a hablar mal de él, pues, siendo tan anciano y aparentando tanta virtud, había visitado un lugar como aquel, tan dañino para su cuerpo, para su alma y para su propia fama.
»Cuando llegó a su casa, vinieron a él sus discípulos que, con mucha pena y pesar, le dijeron qué desgracia o pecado había sido aquel por el cual se había desprestigiado a sí mismo y a ellos, sus discípulos, a la vez que había perdido la fama que hasta entonces había conservado sin mancha alguna.
»El filósofo, al oírles hablar así, se asombró mucho y les preguntó por qué decían aquello, o qué falta había cometido, pues no sabía de qué le estaban hablando. Ellos le contestaron que no debía disimular, pues no quedaba nadie de la ciudad que no comentara su mala acción al visitar la calleja donde vivían las malas mujeres.
»Cuando el sabio escuchó esta explicación, sintió gran pesar, pero les pidió que no se lamentaran, pues de allí a ocho días les podría dar una respuesta.
»Se retiró luego a su estudio, donde escribió un libro, corto pero muy bueno y provechoso. Amén de otras cosas buenas que tiene, como si mantuviera una conversación con sus discípulos sobre la buena y mala ventura, les dice así:
»"Hijos, con la buena y la mala suerte sucede así: a veces se la busca y se la encuentra, aunque a veces es encontrada sin buscarla. La buscada y hallada es cuando un hombre hace buenas acciones, gracias a las cuales consigue alguna felicidad; eso mismo ocurre cuando por sus malas obras le sucede alguna desgracia. Esta es la suerte, buena o mala, hallada y buscada por el hombre, pues hace cuanto puede para que le venga el bien o el mal que busca.
»"Igualmente, la hallada y no buscada es cuando a un hombre, sin hacer nada para ello, le sucede alguna cosa buena o algún bien; por ejemplo, un hombre que vaya por el campo y encuentre un gran tesoro o cualquier cosa de gran valor sin haberse esforzado en buscarlo. Eso mismo ocurre cuando   -175-   a un hombre, sin haberlo merecido, le sobreviene alguna cosa mala o alguna desgracia; es como si un hombre fuera caminando por la calle y le cayera una piedra que otro lanzó contra un pájaro que iba por el cielo. Esta es la mala ventura encontrada y no buscada, puesto que ese hombre nunca hizo nada para que le ocurriera esa desgracia.
»"Hijos, debéis saber que en la buena o mala suerte hallada y buscada se unen dos cosas: que el hombre se ayude a sí mismo, haciendo el bien para lograr el bien y obrando mal si es esto lo que busca; además, merecerá el premio o el castigo de Dios según sus obras sean buenas o malas. Igualmente, en la suerte buena o mala, hallada y no buscada, se necesitan otras dos cosas: que el hombre evite en cuanto le sea posible hacer el mal o parecerlo, de donde le pueda venir alguna desgracia o mala fama y, en segundo lugar, pedir y rogar a Dios que, pues Él procura alejar de nosotros la desventura o la mala fama, también le ayude para que no le sobrevenga alguna desgracia, como me ocurrió a mí el otro día cuando entré en una calleja para hacer lo que no se podía excusar por mi propia salud que, aunque era algo inocente y de lo que no podía venirme mala fama, como por desventura mía vivían allí aquellas mujeres, aunque yo salía sin culpa, fui muy criticado y quedé infamado".
»Vos, Conde Lucanor, si queréis mantener y acrecentar vuestra fama y honra, debéis hacer tres cosas: la primera, muy buenas obras que complazcan a Dios y, logrado esto, que, después, en cuanto sea posible, agraden también a los hombres, cuidando siempre vuestro estado y dignidad, pero sin olvidar que, por muy buena fama que tengáis, podéis perderla si, debiendo realizar buenas obras, hacéis las opuestas, porque muchos hombres obraron bien durante cierto tiempo y, como después se apartaron de ese camino, perdieron los méritos conseguidos y acabaron de mala manera. La segunda cosa es rogar a Dios para que os ilumine en la conservación y aumento de vuestra fama, a la vez que aleje de vos la ocasión de perderla, por obras o palabras vuestras. La tercera cosa es que ni de palabra ni de obra hagáis nunca nada por lo que las gentes pongan en duda vuestra fama, que siempre debéis guardar por encima de todo, pues muchas veces los hombres hacen buenas acciones, pero, como levantan sospechas y parecen malas, ante la opinión de las gentes quedan como realmente malas. Tened presente siempre que en asuntos tocantes a la fama tanto aprovecha o perjudica lo que opinan las gentes como la propia verdad,   -176-   aunque para Dios y para el alma sólo cuentan las obras que el hombre hace, así como la intención que guarda.
Al conde le pareció este cuento muy bueno y rogó a Dios para que le permitiera hacer las obras necesarias para salvar su alma y aumentar su fama, su honra y su estado.
Y como don Juan vio que el cuento era excelente, lo mandó escribir en este libro e hizo unos versos que dicen así:


Cuento XLVII

Lo que sucedió a un moro con una hermana suya que decía ser muy miedosa


Un día hablaba el Conde Lucanor con Patronio de este modo:
-Patronio, sabed que tengo un hermano de padre y madre, mayor que yo, por lo cual debo respetarlo y obedecerlo como a mis mayores. Tiene fama de ser muy inteligente y buen cristiano, pero Dios ha querido que yo sea más rico y poderoso que él y, aunque no quiere reconocerlo, estoy seguro de que me envidia. Cada vez que necesito su ayuda o le pido que haga algo por mí, se excusa diciendo que no puede por ser pecado y, dando largas al asunto, deja de ayudarme. Sin embargo, cuando él precisa mi ayuda, me dice que, aunque se hundiera el mundo, debo arriesgar mi vida y mis bienes por hacer lo que me pide. Como habitualmente se comporta así, os ruego que me aconsejéis el modo más conveniente de solucionar este asunto.
-Señor conde -dijo Patronio-, me parece que el comportamiento de vuestro hermano se parece mucho al de una mora con el suyo.
El conde le preguntó lo que había sucedido.
-Señor conde -dijo Patronio- un moro tenía una hermana tan mirada que, por cualquier cosa que veía o le hacían, daba a entender que sentía miedo y espanto. Era tan delicada que, cuando bebía en unas jarritas que tienen los moros, como el agua suena entonces un poco, decía que le entraba tanto miedo con el ruido que estaba a punto de desmayarse.
»Su hermano era muy buen muchacho, pero muy pobre, y, como la pobreza obliga a los hombres a hacer lo que no quieren, aquel joven tenía que ganarse la vida de modo muy vergonzoso, pues, cada vez que se moría alguien, iba de noche al cementerio y le quitaba la mortaja, así como las ofrendas funerarias. Así se mantenían su hermana, él y toda la familia. Y la muchacha lo sabía.
»Una vez murió un hombre muy rico, al que enterraron con lujosos vestidos, alhajas y cosas de mucho valor. Cuando se enteró su hermana, le   -178-   dijo que quería acompañarlo aquella noche para ayudarle a traer todas las riquezas con que lo habían enterrado.
»Estando ya muy oscuro, se fueron el mancebo y su hermana al cementerio, llegaron a la tumba del difunto y la abrieron, pero, cuando le quisieron quitar los ricos paños que vestía, vieron que no podían hacerlo sin cortarlos, o bien, rompiendo la cerviz del difunto.
»Al ver la hermana que, si no le quebraban la cerviz al muerto, tendrían que romper las ropas, con lo cual perderían todo su valor, cogió con sus manos la cabeza del difunto y, sin compasión y sin pena, la separó del cuerpo, que descoyuntó todo. Luego le quitó ella las ropas que vestía, así como las riquezas, y se marcharon los dos.
»Mas al día siguiente, cuando estaban comiendo, al beber agua, la jarrita empezó a sonar y la mora dijo que iba a desmayarse por aquel pequeño ruido. Cuando su hermano lo vio y se acordó de la frialdad y de la indiferencia que había demostrado al descoyuntar la cabeza del muerto, le dijo en árabe:
»-Aha ya ohti, tafza min bocu, bocu, va liz tafza min fotuh encu.
»Lo que quiere decir: «Ay, hermana, os asustáis del sonido de la jarrita, que hace gluglú, y no os dio miedo la cabeza del muerto». Esta frase se ha convertido en un refrán, que utilizan mucho los moros.
»Vos, señor Conde Lucanor, si veis que vuestro hermano mayor se excusa de hacer lo que os conviene -tal como me habéis contado-, pretextando que es pecado lo que le pedís, aunque no lo sea, y luego os pide a vos que hagáis lo que a él interesa, aunque sea pecado más grave y perjudicial para vos, comprended que actúa como la mora, que se espantaba del sonido del agua en la jarrita y no le producía miedo descoyuntar la cabeza del muerto. Cuando os pida que hagáis en su favor algo que pueda perjudicaros, portaos con él como él lo hace con vos: dadle buenas palabras y estad muy amable con él. Si os pide algo que no os perjudique, ayudadle si podéis; pero, si no es así, excusaos siempre de forma muy cortés, para que al final, por un medio o por otro, su petición quede desatendida.
Comprendió el conde que Patronio le daba un buen consejo, lo siguió y le fue muy bien.
Y viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:

Lectura: El conde Lucanor de Don Juan Manuel


Cuento II

Lo que sucedió a un hombre bueno con su hijo

Otra vez, hablando el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo que estaba muy preocupado por algo que quería hacer, pues, si acaso lo hiciera, muchas personas encontrarían motivo para criticárselo; pero, si dejara de hacerlo, creía él mismo que también se lo podrían censurar con razón. Contó a Patronio de qué se trataba y le rogó que le aconsejase en este asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, ciertamente sé que encontraréis a muchos que podrían aconsejaros mejor que yo y, como Dios os hizo de buen entendimiento, mi consejo no os hará mucha falta; pero, como me lo habéis pedido, os diré lo que pienso de este asunto. Señor Conde Lucanor -continuó Patronio-, me gustaría mucho que pensarais en la historia de lo que ocurrió a un hombre bueno con su hijo.
El conde le pidió que le contase lo que les había pasado, y así dijo Patronio:
-Señor, sucedió que un buen hombre tenía un hijo que, aunque de pocos años, era de muy fino entendimiento. Cada vez que el padre quería hacer alguna cosa, el hijo le señalaba todos sus inconvenientes y, como hay pocas cosas que no los tengan, de esta manera le impedía llevar acabo algunos proyectos que eran buenos para su hacienda. Vos, señor conde, habéis de saber que, cuanto más agudo entendimiento tienen los jóvenes, más inclinados están a confundirse en sus negocios, pues saben cómo comenzarlos, pero no saben cómo los han de terminar, y así se equivocan con gran daño para ellos, si no hay quien los guíe. Pues bien, aquel mozo, por la sutileza de entendimiento y, al mismo tiempo, por su poca experiencia, abrumaba a su padre en muchas cosas de las que hacía. Y cuando el padre hubo soportado largo tiempo este género de vida con su hijo, que le molestaba constantemente con sus observaciones, acordó actuar como os contaré para evitar más perjuicios a su hacienda, por las cosas que no podía hacer y, sobre todo, para aconsejar y mostrar a su hijo cómo debía obrar en futuras empresas.
»Este buen hombre y su hijo eran labradores y vivían cerca de una villa.   -38-   Un día de mercado dijo el padre que irían los dos allí para comprar algunas cosas que necesitaban, y acordaron llevar una bestia para traer la carga. Y camino del mercado, yendo los dos a pie y la bestia sin carga alguna, se encontraron con unos hombres que ya volvían. Cuando, después de los saludos habituales, se separaron unos de otros, los que volvían empezaron a decir entre ellos que no les parecían muy juiciosos ni el padre ni el hijo, pues los dos caminaban a pie mientras la bestia iba sin peso alguno. El buen hombre, al oírlo, preguntó a su hijo qué le parecía lo que habían dicho aquellos hombres, contestándole el hijo que era verdad, porque, al ir el animal sin carga, no era muy sensato que ellos dos fueran a pie. Entonces el padre mandó a su hijo que subiese en la cabalgadura.
»Así continuaron su camino hasta que se encontraron con otros hombres, los cuales, cuando se hubieron alejado un poco, empezaron a comentar la equivocación del padre, que, siendo anciano y viejo, iba a pie, mientras el mozo, que podría caminar sin fatigarse, iba a lomos del animal. De nuevo preguntó el buen hombre a su hijo qué pensaba sobre lo que habían dicho, y este le contestó que parecían tener razón. Entonces el padre mandó a su hijo bajar de la bestia y se acomodó él sobre el animal.
»Al poco rato se encontraron con otros que criticaron la dureza del padre, pues él, que estaba acostumbrado a los más duros trabajos, iba cabalgando, mientras que el joven, que aún no estaba acostumbrado a las fatigas, iba a pie. Entonces preguntó aquel buen hombre a su hijo qué le parecía lo que decían estos otros, replicándole el hijo que, en su opinión, decían la verdad. Inmediatamente el padre mandó a su hijo subir con él en la cabalgadura para que ninguno caminase a pie.
»Y yendo así los dos, se encontraron con otros hombres, que comenzaron a decir que la bestia que montaban era tan flaca y tan débil que apenas podía soportar su peso, y que estaba muy mal que los dos fueran montados en ella. El buen hombre preguntó otra vez a su hijo qué le parecía lo que habían dicho aquellos, contestándole el joven que, a su juicio, decían la verdad. Entonces el padre se dirigió al hijo con estas palabras:
»-Hijo mío, como recordarás, cuando salimos de nuestra casa, íbamos los dos a pie y la bestia sin carga, y tú decías que te parecía bien hacer así el camino. Pero después nos encontramos con unos hombres que nos dijeron que aquello no tenía sentido, y te mandé subir al animal, mientras que yo iba a pie. Y tú dijiste que eso sí estaba bien. Después encontramos otro grupo de personas, que dijeron que esto último no estaba bien, y por ello   -39-   te mandé bajar y yo subí, y tú también pensaste que esto era lo mejor. Como nos encontramos con otros que dijeron que aquello estaba mal, yo te mandé subir conmigo en la bestia, y a ti te pareció que era mejor ir los dos montados. Pero ahora estos últimos dicen que no está bien que los dos vayamos montados en esta única bestia, y a ti también te parece verdad lo que dicen. Y como todo ha sucedido así, quiero que me digas cómo podemos hacerlo para no ser criticados de las gentes: pues íbamos los dos a pie, y nos criticaron; luego también nos criticaron, cuando tú ibas a caballo y yo a pie; volvieron a censurarnos por ir yo a caballo y tú a pie, y ahora que vamos los dos montados también nos lo critican. He hecho todo esto para enseñarte cómo llevar en adelante tus asuntos, pues alguna de aquellas monturas teníamos que hacer y, habiendo hecho todas, siempre nos han criticado. Por eso debes estar seguro de que nunca harás algo que todos aprueben, pues si haces alguna cosa buena, los malos y quienes no saquen provecho de ella te criticarán; por el contrario, si es mala, los buenos, que aman el bien, no podrán aprobar ni dar por buena esa mala acción. Por eso, si quieres hacer lo mejor y más conveniente, haz lo que creas que más te beneficia y no dejes de hacerlo por temor al qué dirán, a menos que sea algo malo, pues es cierto que la mayoría de las veces la gente habla de las cosas a su antojo, sin pararse a pensar en lo más conveniente.
»Y a vos, Conde Lucanor, pues me pedís consejo para eso que deseáis hacer, temiendo que os critiquen por ello y que igualmente os critiquen si no lo hacéis, yo os recomiendo que, antes de comenzarlo, miréis el daño o provecho que os puede causar, que no os confiéis sólo a vuestro juicio y que no os dejéis engañar por la fuerza de vuestro deseo, sino que os dejéis aconsejar por quienes sean inteligentes, leales y capaces de guardar un secreto. Pero, si no encontráis tal consejero, no debéis precipitaros nunca en lo que hayáis de hacer y dejad que pasen al menos un día y una noche, si son cosas que pueden posponerse. Si seguís estas recomendaciones en todos vuestros asuntos y después los encontráis útiles y provechosos para vos, os aconsejo que nunca dejéis de hacerlos por miedo a las críticas de la gente.
El consejo de Patronio le pareció bueno al conde, que obró según él y le fue muy provechoso.
Y, cuando don Juan escuchó esta historia, la mandó poner en este libro e hizo estos versos que dicen así y que encierran toda la moraleja:

viernes, 29 de octubre de 2010

clasificacion de hojas

Lanceolada Acicular Ensiforme Oblonga Espatulada





Astada Romboide Ovalada Cordada Orbicular
Circular Reniforme Elíptica Escamosa








miércoles, 27 de octubre de 2010

clasificacion de las hojas

Clasificación de las Hojas por su Forma




Lanceolada Acicular Ensiforme Oblonga Espatulada





Astada Romboide Ovalada Cordada Orbicular
Circular Reniforme Elíptica Escamosa




Acintada Deltoide Flabeliforme Falcada